Foto publicada en El Pais
(…)
Hablamos
de emigrantes
Hablamos de hombres, mujeres y niños erradicados de su tierra, y
no por una vocación divina como Abraham (Gn 12,1), sino por el hambre como
Elimélec (Rut 1, 1-2), o por la violencia de los poderosos como los deportados,
exiliados y esclavizados de todos los tiempos. Hablamos de hombres, mujeres y
niños echados de sus hogares, apartados de su cultura, desplazados de su
mundo, designados como irregulares, clandestinos e ilegales, señalados como
una amenaza, controlados como una enfermedad, castigados como delincuentes.
Quienes
inventaron alambradas con cuchillas para muros carcelarios y campos de
concentración, las han extendido a las fronteras para hacerlas impermeables.
Nadie aceptaría que lo fuesen para los pobres, de ahí que vayamos diciendo que
las queremos impermeables para los problemas, las enfermedades, el miedo aunque
todos sepamos que sólo lo serán para los predilectos de Dios. Las queremos
cerradas alrededor de nuestra abundancia, y las dotamos de vallas, de fosos,
de detectores de movimiento, de calor, de vida, para que no nos inquiete el
clamor de los que viven en la miseria.
En el límite de ese mundo de privilegiados, con arrogancia y
prepotencia de dueños, hemos puesto el cartel de “Prohibido el paso”.
Ignorados e invisibles, Lázaro y sus llagas, el emigrante y sus sufrimientos,
han de quedar fuera de la sala de nuestro banquete.
Es una paradoja: En las fronteras se vive un drama que una y otra
vez desemboca en tragedia, pero todo se consuma ante la indiferencia de la
sociedad, sin que se altere la rutina de nuestro día a día. Esa indiferencia
permanente, esa inmunidad a la conmoción interior, sólo es posible si no se ve
lo que sucede, o si se justifica lo que se ve. De ahí la necesidad de romper el
silencio, de hacer luz sobre la escena, de poner delante de los ojos el dolor
de los pequeños de la tierra, de denunciar violencias, injusticias y políticas,
no sólo por amor de quienes sufren y mueren a la puerta de nuestra casa, sino
también por amor a los ciegos que, dentro de ella, no nos percatamos de que,
queriendo guardar la propia vida, la estamos perdiendo.
Si no vemos, si
no oímos, si no somos conscientes de nuestra responsabilidad en lo que sucede,
no daremos una oportunidad a la justicia, no habrá lugar en nosotros para la
compasión, no será posible la hospitalidad.
Esta reflexión busca iluminar desde la fe el drama de una
frontera, la de España con Marruecos, y abriga la esperanza de que, viendo y oyendo,
desenmascarando justificaciones y confrontándonos con el evangelio, abramos el
camino a la conmoción del corazón y transformemos en lugar de encuentro ese
espacio geográfico y político que hoy es lugar de represión y de tortura para
los pobres.
Mons. Santiago Agrelo
misionero
franciscano y arzobisbo de Tánger
Extracto
de Cristianismo y Justicia